por Javier Villena Carrillo

No florecen las orquídeas

Editorial Olélibros

Nueva York, octubre de 2014. Por primera vez, Enric, empujado por la desesperación y la falta de alternativas, acude al psicólogo. Sus preguntas lo conducen de manera inesperada a la España de los ochenta, donde algo le une a Fernando, un extraño individuo de mediana edad, aturdido y desorientado como él.

Fernando, tras destapar turbios acontecimientos en un asilo donde trabajaba, se ve obligado a abandonarlo. En ese sentido destierro se cuela Lola, una desconocida a la que se aferra. Con ella viajará a Londres en una peligrosa aventura que lo involucrará en una conspiración de tráfico de arte.

Cuando la libertad hace tambalearse conceptos tan ecuánimes como la esperanza, la felicidad, el amor e incluso la verdad, nos damos cuenta de que no existe una sola realidad. Esta depende de nuestra mirada, de nuestra imaginación.

Escritor apasionado

Javier Villena Carrillo

Javier Villena Carrillo (Córdoba, 1977) es licenciado en Ciencias Ambientales. Tras finalizar un máster en Prevención de Riesgos Laborales, se desplazó a Málaga, donde ha vivido los últimos dieciocho años. Aquí no solo consolidó su trayectoria profesional en una entidad financiera como director de oficina, sino que también comenzó su incipiente aventura literaria.
Su primera obra, Arrugas que no levantan polvo, se publicó en España en 2013 y alcanzó cuatro ediciones. Su publicación más reciente ha sido Etiopía en dieciocho atardeceres (edición limitada), diario de un viaje que realizó en 2018. Actualmente compagina dos facetas: la literaria, con No florecen las orquídeas, su segunda novela, y la financiera.

nO FLORECEN LAS ORQUÍDEAS

en primicia el primer capítulo

Capítulo primero

Si me preguntas quién soy, no sabría contestar.
Son escasos los caminos que conducen hacia la verdad y abundantes las mentiras que engrosan mi locura.
Enric.

Nueva York. 10 de octubre de 2014. 10:00 h.

Después de mucho meditarlo, acudimos finalmente al psicólogo. En apariencia, Enric estaba tranquilo. Su aspecto era sereno. Aún no sospechaba lo importante que iba a ser aquella visita. De haberlo intuido, se habría puesto nervioso. Yo diría incluso que insoportable.

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A simple vista, cualquiera lo tomaría por un chico normal, con las preocupaciones típicas de un joven de veinticinco años. Por desgracia, no era así. Yo era su madre y de sobra conocía el motivo que nos había sentado en aquella sala de espera. Enric llevaba cinco años aguardando un milagro que lo cambiase todo. Admito que los dos éramos escépticos, pero estábamos desesperados y no teníamos nada que perder. O, mejor dicho, justo lo contrario. De no hacer algo cuanto antes, mi hijo perdería en unos años lo mucho o poco que tenía.

Siempre había sido distinto a sus amigos. En vez de mamá, prefería utilizar mi nombre de pila: Julia. Como mi madre. Yo a ella también la llamaba Julia y supongo que lo aprendió de mí.
Habíamos conversado largamente antes de tomar esta decisión. Lo que nos empujó fue la falta de alternativas.
¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Desperdiciar trescientos ochenta dólares y los siguientes cincuenta minutos de nuestras vidas? Pero… ¿y si Enric hallase una explicación a 12 no florecen las orquídeas ese desorden que llevaba tanto tiempo sacudiendo su cabeza? Acudir a esta cita era nuestra última opción. Si no salía bien, solo quedaría esperar a que avanzase la ciencia.

Éramos catorce personas en la sala si excluimos a Gabriele, el psicólogo. No conocía a ninguna, ni siquiera a este. Mi hijo había leído referencias en internet y los comentarios resultaban alentadores. Cirujano de profesión, además de homeópata, atemático y, por supuesto, psicólogo. Todas las miradas se centraron en él. Al contrario que mi hijo, yo sí estaba nerviosa. Haría lo que fuese preciso para ayudarlo. Cualquier cosa que me pidiera.

Enric esperaba fuera, al otro lado de la pared, expectante. Gabriele no lo dejó pasar. Ya nos lo advirtió cuando contactamos con él. Podía ser peligroso. Nadie sabía lo que ocurría en el interior de su cabeza y no era conveniente forzar sus estímulos. Yo seguía de pie, sollozando delante de él. Me costaba hablar del problema de mi hijo sin echarme a llorar.

Tras unos segundos interminables, Gabriele llamó a tres personas al azar y las colocó a mi alrededor. Se acercó a uno de ellos y lo miró con profundidad. Así permaneció otros tantos segundos, con las manos sobre los hombros. Cuando terminó, hizo lo mismo con los demás y enseguida los tres comenzaron a moverse. Como poseídos. Lo que iba a acontecer era imprevisible. Según me había anticipado Enric, por un motivo inexplicable, cada uno de esos individuos se pondría en la piel de un familiar nuestro y sería capaz de sentir lo mismo que él: sus miedos, sus angustias, sus enfermedades. Se «transformarían» en diferentes miembros de mi familia. En aquellos que tuviesen alguna relación con lo que le sucedía a mi hijo.

La actitud de uno de ellos llamó la atención del psicólogo. Estaba quieto. Con los ojos muy abiertos y una expresión distraída. Al preguntarle, contestó que no se encontraba bien. Sentía como si se hallase al borde de un precipicio:
Mareado, tembloroso…, con un fuerte dolor de estómago.
Según dijo, literalmente, estaba de puntillas, balanceándose hacia la muerte.

– Nueva novela «No florecen las orquídeas»

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